«Los pintores, en quienes perdura cierto fondo de admirable artesano, de obrero manual…», dice Ortega en el texto que le dedica a Velázquez. Estoy leyéndolo estos días y recordé esta idea con mucha claridad cuando, en el paseo de Apertura, entré a MaisterraValbuena para ver la exposición de Antonio Ballester Moreno.
«Recto, rectangular, grande», título contundente y sencillo, es la cuarta exposición de Ballester Moreno en la mencionada galería: nueve cuadros de geometrías simplísimas. Juega el artista en el terreno geométrico sin la aridez de lo mecánico, con una repetición afable y manual, que va conformando la obra propagándose según sus propias normas internas (la extensión o la duplicación). La cadencia imperfecta ayuda a acercarse al cuadro, por esa suerte de empatía que sentimos hacia las cosas contingentes. Leo que la tela es de yute, fibra áspera que se ha dejado sin imprimar, y que funciona como sustrato (orgánico, claro). La tosquedad de la trama de la arpillera sujeta a una pintura estampada que no la enmascara, sino que convive con ella.
La simplicidad de estas obras de Antonio Ballester Moreno permite varios acercamientos. De una parte, el goce estético, casi ocioso, del objeto bello y nada más. De otra, la reflexión acerca del límite del arte y la artesanía. Ballester se afana en formas sencillas de colores amables pero no es decorativo, ni tampoco naif: hay una honestidad en sus cuadros, tan desprovistos de distracciones y de ribetes, sumamente atractiva. Tienen, por enunciarlo de otra manera, un candor infantil (que no ingenuo) y básico, que en su desnudez es luminoso. Hablo, claro, de eso que metafóricamente se llama infancia del mundo y que nos ha llegado a través del folclore, de una manera acrisolada y sustancial: una suerte de verdades muy resumidas y básicas cuya potencia reside en su propia sencillez.
Recuerdo pocos contentos estéticos como el de «recto, rectangular, grande» (esto es un poco irrelevante, porque mi cultura es limitada). Una alegría casi de cronopio.
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